Durante los primeros meses del año 2012 tuve que hacer frente a lo que toda persona de mi edad hacía frente en aquel entonces. 2º de bachillerato nos aplastaba con su maquinaria mientras yo arrastraba Geografía y Lengua Castellana durante los dos primeros trimestres. La Selectividad asomaba al fondo, ominosa y llena de peligro. Comenzaba a hacer amistades de verdad en el instituto, conociendo a personas que realmente me apreciaban y empezando a dejar atrás, poco a poco, el bullying que tanto me había robado. No para siempre, no del todo. Pero, paso a paso, ganaba autoestima, empezaba a apreciarme como es debido y hasta sentía que estaba construyendo una vida con la que sentirme bien. Tuve mis amores, mis desamores y un viaje de fin de curso a Mallorca con casi todo mi curso. Me hinché a hamburguesas, me bañé en la playa, montamos en carricoches, hubo drama, hubo fiesta, hubo alguna visita cultural y todo marcó un punto y final metafórico a una era de mi vida. Con 17 para 18 años, era una cantidad de tiempo importante.
Volví y al poco supe que había aprobado Selectividad. Con nota suficiente, además, para más o menos meterme en todo lo que me apetecía. Inocente de mí, elegí Comunicación Audiovisual, grado que acabé cursando en la Universidad Rey Juan Carlos durante los años posteriores. Entró el verano y yo me sentía bien. Estaba perdiendo peso, además, por lo que físicamente me veía genial. Fueron unos meses muy divertidos en los que sentí que las amistades que había hecho me ayudaban a vivir una vida normal que consideraba deseable. Encima me pilló en una época futbolera al 100%, por lo que pude disfrutar de la Eurocopa que ganó la Selección Española. Era también el año en el que se había estrenado Los Vengadores, la película que más tiempo había estado esperando hasta ese momento.
Con sus cosas, 2012 era un año bueno en el que me estaba descubriendo.
Y entonces cumplí 18 años.
Tras pasar la mayoría de edad y tras notarme especialmente flojo en una celebración de Halloween, empecé a sentirme preocupado por mi salud. Había adelgazado, sí, pero quizá demasiado. Para mediados de noviembre podía verme marcadas las costillas. Bebía mucha agua porque siempre tenía sed, y tenía que ir mucho al baño porque no dejaba de tener ganas de hacer pis. Tenía mucha hambre, pero dejaba casi todo el plato en la mesa porque apenas podía con unos pocos bocados. Y, cada vez que salía a la calle, me cansaba a los cinco minutos. No podía con mi cuerpo, que claramente estaba fallando. Decidí que tenía que ir a mi médico de cabecera para saber qué pasaba.
Llegamos así al 21 de noviembre de 2012, que era miércoles. Me levanté y decidí qué desayunar. Podía escoger entre una napolitana de chocolate o pan con tomate. Escogí lo segundo y lo acompañé de café con leche y azúcar. Dio la hora y fui con mi madre al centro de salud. Expliqué los síntomas y muy rápidamente me hicieron un test de glucosa en sangre.
La cifra superaba los 500.
Si te estás preguntando qué sería lo normal, calcula que estarás entre 70 y 120 de forma normal. Lo mío, claramente, no era normal. Y el diagnóstico estaba claro: diabetes. «¿De la de pastillas o de la de pincharse?» era la pregunta que rondaba mi cabeza. Eso estaba por ver, pero el siguiente paso era ir de urgencias al Hospital Ramón y Cajal. Cogimos el coche, nos chupamos un atasco enorme para entrar en el parking y en todo momento yo estaba pasando por algunas fases del duelo. Concretamente, negación («No quiero esto, tiene que ser otra cosa, que me den otro diagnóstico al llegar al hospital») e ira («Si es que me tenía que haber tomado la napolitana, ya no voy a poder tomarme una Coca Cola, ni siquiera voy a poder celebrar normal un cumpleaños»). Estaba siendo complicado.
Con el coche aparcado, entramos al edificio. Antes de darme cuenta, estaba en la UCI, con una vía puesta, tumbado en una camilla y conectado a insulina. Iba llamando a diferentes personas para explicar lo sucedido. No tenía datos, por lo que no podía mandar un WhatsApp (aunque más tarde me contaron que algún grupo recibió un mensaje tipo «Teso está en el hospital» que asustó bastante a la gente). También necesitaba ayuda con algunas cosas, por lo que tuve que llamar a una compañera de uni para pedirle que contactara con una profesora y le dijera lo que me había pasado. Era importante porque tenía que repetir un examen el jueves (osea, al día siguiente) y ni de coña iba a llegar. Mi compañera dijo que sí pero, vistos los mails que tenía al volver a casa, claramente esperó al viernes, que teníamos clase con ella, para contárselo y yo quedé como un maleducado con mi profesora (que, por suerte, entendió perfectamente la situación a posteriori).
Estuve casi todo el día en la UCI. Me hicieron varias pruebas, aunque yo siempre recuerdo la ecografía porque es la que más gracia me hizo. Por suerte, todos mis órganos estaban bien — menos el páncreas, claro. Las enfermeras iban y venían y me daban informaciones contradictorias. Que si iba a poder comer pasta, que si no. Que si esto iba de una forma, luego que si de otra… Y allí estaba yo, pasando un día muy largo en una camilla y confiando en que el líquido que había en la bolsa me librara de esos males que me habían venido. Mi familia vino a verme, mis amigos también. Para la hora de la cena, me subieron en silla de ruedas a la planta 10 hasta mi habitación individual. Allí pude ver a todo el mundo que se había acercado. Un amigo estaba malo también y no le dejaron ir a mi baño. Tuvo que ir a otro de la planta y mi padre todavía se acuerda de la cara de malestar que tenía el pobre.
Cuando se fueron todos, yo tenía claro mi objetivo: quería comer. No había comido nada desde el desayuno y, a pesar de mis insistencias, no me habían traído nada aún. Mis padres fueron a una máquina que había y me sacaron un bocata de jamón con pan de leche o algo así. El pan no lo llegué a probar, porque entró una enfermera muy convencida de que ese pan no lo podía comer y me tuve que conformar con el jamón. Os garantizo que a esas horas yo me hubiera comido un bocata de ladrillos y clavos y que me daba absolutamente igual si podía o no. Quería comer, me encanta comer y llevaba muchas horas sin hacerlo. Y encima no me había desayunado la maldita napolitana de chocolate, que seguía rondando mi cabeza.
También para ese momento estaba todo claro. Era diabético tipo 1, por lo que mi diabetes era de las de pincharse. No solo una, sino dos insulinas. Una rápida, llamada Humalog, para antes de cada comida. Y una lenta que duraba 24 horas, llamada Lantus, cada mañana. Y así comenzó una semana de aprendizaje en la que tuve que vivir en el hospital mientras iba aprendiendo lo que tocaba aprender. Desde aquí mando un saludo a mi educador de diabetes Alberto, que se encargó de mí con mucho cariño durante los dos primeros años antes de que le cambiaran de sección.
Raciones, hidratos de carbono, pesos, tablas, factores de sensibilidad, correcciones, niveles, glucosa en sangre, glucómetros, tiempo de actuación de la insulina… Los conceptos iban y venían igual que los días. Cada noche cambiaba quién se quedaba a dormir conmigo. A veces mi padre, a veces mi madre, a veces mi hermano. Un amigo me trajo una PSP con un montón de juegos retro emulados. También tenía un DVD portátil en el que recuerdo ver la primera de Star Trek de la trilogía moderna y X-Men: Primera Clase. Y el primer libro de Canción de Hielo y Fuego estaba en mi mesilla, dado que había sido uno de los regalos que había recibido por mi fiesta de 18 cumpleaños. Entretenimiento no me faltaba. Ganas de acabar ya con aquello, tampoco.
Estaba enganchado a un palo con ruedas que tenía la insulina que necesitaba. Tardé bastante tiempo en alcanzar los niveles normales para empezar a funcionar yo solo. Así que andaba por la planta con el palo rodando a mi lado para no quedarme aletargado. Más tarde, cuando me deshice de él, empecé a subir y bajar las escaleras desde el décimo piso hasta la planta baja, y de vuelta otra vez.
La comida del hospital estaba buena. Descubrí allí la sopa de verduras y desde entonces es un plato que me encanta cuando llega el frío. Recuerdo que una noche se equivocaron y me trajeron la comida que no tocaba. Mi tía fue a preguntar a una enfermera, que vino en plan «Nacho, esto te lo tiene que comer, ¿eh?» y yo pensando «Me comería un buey entero sin cocinar, pero dígame usted si yo como diabético puedo comerme esto que no estaba en mi menú». Mi tía expresó esa misma idea con más mesura y, cuando tuve el okay, me lancé a comer.
Esto último también señalaba un poco que yo aún no entendía mi enfermedad. En aquel entonces yo tenía cantidades fijas de insulina para cada comida del día. Lo que me llevaba a pensar que no necesitaba pincharme para la merienda, por ejemplo. Craso error, uno de muchos. Las cosas evolucionaron con el tiempo. Aprendí mejor cuándo tenía que medirme, cómo interpretar los datos, cómo reaccionar… aunque no menos cierto es que algunos datos me llegaron con cuentagotas. Por ejemplo, mi páncreas no había muerto del todo y yo no lo sabía. Estaba en una fase que se llama «Luna de miel», en la que aún está ligeramente activo y ayuda al funcionamiento del cuerpo. Esa fase dura de 6 meses a un año. Cuando pasado ese año yo me estaba estresando muy fuerte porque los niveles se descontrolaban, me enseñaron eso y muchas cosas cuadraron. No lo estaba haciendo mal, es que la enfermedad es así. También tuve que aprender mejor sobre ratios, sobre cómo calcular bien las raciones que voy a comer y a variar las cantidades que me pincho en consecuencia.
¡Benditos glucómetros y benditas aplicaciones con calculadoras! Sin su existencia esto sería más difícil. Y es que sé que soy afortunado por vivir en un momento de la historia humana en el que se puede tratar esta enfermedad crónica. Demonios, hace 100 años ni siquiera habría sobrevivido — la insulina se descubrió y aisló por primera vez en 1921. Tengo suerte, incluso si hace diez años no lo parecía.
Las cosas han ido cambiando y mejorando continuamente. He tenido varios educadores y educadoras de diabetes. También varias endocrinos, incluyendo una muy empeñada en que me pasara 24 horas sin comer porque hacían eso en Estados Unidos. Apenas tuvimos un par de sesiones juntos y menos mal. Mi actual endocrino es una doctora fantástica con la que me entiendo estupendamente y que me ha ayudado mucho a lo largo de los años. Qué importante es tener también buenos profesionales que te ayuden en el camino.
También ha habido muchas pruebas de sangre y muchas retinografías. Recuerdo una vez que fui a que me sacaran sangre y a los dos días me llamaron porque se habían equivocado de tubos. Me enfadó, aunque no tanto como aquella vez que me llamaron al día siguiente de haberme sacado sangre. Tuve que acudir al centro de salud por la mañana otra vez para que dos enfermeras me dijeran «Es que estabas en 300 de azúcar». Se ve que no habían tenido tiempo de mirar en mi ficha que, sí, ya sabía yo en aquel entonces que era diabético. Me fui todo lo calmado que pude antes de empezar a cagarme en todo en medio de la calle por el día entero de estrés que me había comido por aquello.
Estrés, sí. La diabetes es estresante y el estrés me afecta mucho. Antes de un examen podía estar en 240 y, una vez terminado, estar en 90. El cambio de hora o viajar también me afecta. Y el calor, o el frío. Hacer ejercicio. A veces me cuesta pensar un poco en algo que no me afecte. Durante los primeros años, aquello me detuvo mucho. Me negaba a hacer cosas por mi diabetes. Era un poco excusa, pero también la necesidad de aprender a vivir con ello y descubrir cómo integrarlo en mi vida. Dejé de lado la idea de hacer un Erasmus por mi diabetes. Me negué a entrar a ver películas al cine porque a mitad de sesión tendría que levantarme a pincharme la lenta (durante un tiempo me dividieron la dosis en dos, antes de trasladarla definitivamente por completo a la noche). No fui a rodajes a ayudar a un amigo porque me pillaba la hora de la comida en medio del transporte y no me veía capaz de sacar un sandwich en el metro y simplemente pincharme allí.
Etcétera, etcétera, etcétera…
Antes he mencionado que pasé por las fases del duelo. Era algo de lo que no era consciente hasta hace poco. Me sorprendió cuando me dijeron hace unos meses que el duelo también puede tener lugar por una enfermedad crónica, por el dolor de dejar atrás la persona que éramos. Pero, cuando me lo dijeron, reconocí las fases que viví hace diez años. Así que, sí, negación e ira. Y, con el tiempo, negociación y… depresión.
Todo en uno, a veces a la vez, a veces por separado. Ida y vuelta continuo. Vivir con diabetes es… es una mierda. Sé que tengo suerte, pero tampoco lo voy a negar. Vivir con diabetes es una mierda. Supone un cambio de vida, un cambio de rutinas, aprender nuevas cuestiones, cuidarse de un modo distinto y estar pendiente de mil factores que te pueden afectar de formas que no puedes prever. Puedes hacer todo perfectamente y aun así la diabetes se puede apropiar de un día entero en el que se asegurará de que no puedas estar bien y tranquilo un solo minuto. Y al final acabas el día frente al PC, enfadado por no cenar mientras esperas que la insulina haga efecto de una vez antes de meterte a la cama. Porque, claro, tumbarse también afecta.
Así que la depresión por la diabetes me acompañó durante gran parte de los primeros años de enfermedad. Mientras aprendía a vivir con ello y mientras aprendía, tras un 2013 muy malo a nivel emocionar, a volver a quererme. A recuperar aquello que ya creía haber ganado. Fue difícil, requirió tiempo y marcó mi vida. Porque eso hace una enfermedad crónica. Es un peso que aparece un día y jamás se va. A veces lo notas más, a veces menos. En ocasiones te acostumbras a manejarlo y en otro momento tus brazos están increíblemente débiles porque de verdad que no pueden más con esto.
Humor y buena gente cerca. Creo que son las claves en situaciones así. O al menos las que a mí me salvaron y, bueno, las que realmente me siguen salvando cuando es necesario. Poder decir «Mi peli de terror favorita es Charlie y la fábrica de chocolate» o «Mi vida es como el Metal Gear Solid 4 pero con insulina en vez de nanomáquinas». Y que haya buenas personas cerca que se rían o respondan con bromas de cosecha propia. Guardo especial cariño a cuando celebré mi cumpleaños en 2014. Mi novia de entonces derramó sin querer Coca Cola encima de mí, y uno de mis mejores amigos gritó «Cuidado, ¡que se derrite como la bruja mala!». Maldito cabrón, me sigo riendo.
Así es como se sale y así es como salí. Con los años, he ido dominando todo mejor. La ciencia ha seguido avanzando. Me cambiaron la insulina de acción lenta por la Toujeo, que ya sí que sí dura 24 horas en vez de las 18 que luego me explicaron que duraba la Lantus. Ya no me mido en sangre, sino que cada 14 días me inyecto un sensor en el brazo que me permite hacer mediciones usando mi móvil. De paso, eso ayuda a que la información llegue directamente al hospital, por lo que no tengo que imprimir un montón de hojas con gráficos y tablas. Me he ido habituando a que esta es mi vida y así la tengo que vivir. Es como ser Hulk.
Aceptación. Es la última fase del duelo. En algún momento que no sé determinar, llegué a ella. En mi bio de Twitter solía tener escrito «Diabético por vocación, friki por condición crónica». Ya lo quité porque no quiero que la diabetes me defina por completo. Pero la diabetes es para siempre y claro que me define. La cuestión es el porqué me define.
En mis primeros años, lo hacía como un obstáculo que había paralizado mi vida y me impedía hacer cosas y ser completamente feliz. No era algo bueno.
En la actualidad es un peso con el que sé convivir y que he aprendido a manejar, un obstáculo que sé superar cuando hace falta y una muestra de que puedo resistir y ser mejor. Y un recordatorio de que a veces hay cosas que nos hunden pero, si supimos levantarnos una vez, sabremos dos. Me permito sentirme mal si es necesario, pero ya hace tiempo que dejé de negarme la posibilidad de sentirme bien. Así que a levantarse.
El 28 de noviembre de 2012 salí del hospital. Mientras iba en el asiento delantero del coche me di cuenta de una cosa: veía mejor. Desde ese día y durante cosa de un mes, mis ojos funcionaban como antes de necesitar gafas para media y larga distancia. Era como un regalo momentáneo y pasajero tras una semana larga y dura. A veces me acuerdo de ese momento, pero, ¿sabéis de lo que más me acuerdo?
De que tenía que haber desayunado esa maldita napolitana.
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